viernes, 21 de noviembre de 2014

Los 3 pilares sobre los que se sustenta una buena educación

Una nueva charla de Ken Robinson, donde expone los desafíos de la educación gringa y la compara con Finlandia. Es ilustrativo ver que el problema educacional no es exclusivamente chileno, sino que potencias como USA también cometen los mismos errores. Vea los 3 pilares sobre los que se sustenta una buena educación y ya podrá empezar a opinar sobre calidad en la educación con toda propiedad.




El hecho más impactante

¿Cuál es el hecho más impactante con el cual te podrías encontrar un día cualquiera?... Tal vez Neil deGrasse Tyson, el conductor de la nueva serie Cosmos pueda sorprenderte... o tal vez ya lo sabías, pero te habías puesto a pensar realmente en ello?





Enlace original (posee substítulos en español)

lunes, 10 de noviembre de 2014

Es la conciencia un elemento fundamental de la naturaleza?

... Son solo unos instantes de reflexión... pero pueden hacer la diferencia?

Nota: Si tienen problemas con el tamaño de la pantalla les recomiendo ir directo al enlace de sitio: http://www.ted.com/talks/david_chalmers_how_do_you_explain_consciousness?language=es



miércoles, 5 de noviembre de 2014

Muerte de las ideologías en el caldo hirviente del dogma libertario




Les dejo extractos (de su conclusión final) de un excelente artículo publicado en Letras Libres titulado "Nuestra era ilegible", donde desde una perspectiva histórica del pensamiento político, trata de explicar cómo es que las ideologías - que hoy persisten en la política local  entre izquierda y derecha- son solo ilusiones dentro de una era que ya no posee ideologías, pero si un dogma muy potente: la libertad individual. Mientras tanto, la izquierda y la derecha están tratando de combinar este dogma con sus visiones particulares del mundo, pero sin acertar.

Si hoy en día queremos avanzar hacia un mundo en paz, la utopía última y más general de todas, simplemente no sabemos qué hacer con aquellos que piensan diferente. A nivel mundial el problema son los gobiernos totalitarios, mientras que a nivel local nos debemos enfrentar con posiciones políticas totalitarias.

Sin saber qué hacer por el momento, creo que compartir esta columna es un buen comienzo.

Fuente de la imagen
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La liberación social que se inició en los años sesenta en algunos países occidentales encuentra menos resistencia entre las élites urbanas educadas de casi todas partes, y ha surgido una perspectiva cultural, o al menos un cuestionamiento. Esta visión tiene como axioma la primacía de la autodeterminación individual por encima de los lazos sociales tradicionales, se muestra indiferente hacia asuntos de religión y sexo, y siente a priori la obligación de tolerar a los otros. Desde luego, han surgido poderosas reacciones contra esta perspectiva, incluso en Occidente. Pero fuera del mundo islámico, donde los principios teológicos aún conservan autoridad, cada vez hay menos objeciones que persuadan a la gente que no tiene esos principios. La reciente e increíblemente veloz aceptación de la homosexualidad, e incluso del matrimonio homosexual, en tantos países occidentales –una transformación de la moral y las costumbres tradicionales que carece de precedentes históricos– dice más sobre nuestro tiempo que cualquier otra cosa.

Nos dice que esta es una era libertaria. Esto no obedece a que la democracia esté en marcha (en muchos lugares se halla en retroceso), o a que las munificencias del libre mercado hayan llegado a todos (tenemos una nueva clase de pobres), ni se debe a que ahora seamos libres para hacer lo que nos plazca (sobre todo porque resulta inevitable que los deseos entren en conflicto). No, la nuestra es una era libertaria por omisión: se han atrofiado las ideas o creencias o sentimientos que silenciaban la exigencia de una autonomía individual. No se dio ningún debate público ni se tomó votación alguna al respecto. Tras el fin de la Guerra Fría, simplemente nos encontramos en un mundo en el cual cada avance del principio de libertad en una esfera lo hace avanzar en otras, lo queramos o no. La única libertad que estamos perdiendo es la libertad de elegir nuestras libertades.

No a todo el mundo le gusta esto. La izquierda, sobre todo en Europa y en América Latina, quiere limitar la autonomía económica por el bien público. Sin embargo, de entrada rechaza los límites legales de la autonomía individual en otras esferas, como la vigilancia y la censura en internet, que también podrían servir al bien público. Esa izquierda quiere un ciberespacio sin controles en una economía controlada: una imposibilidad tecnológica y sociológica. En China, Estados Unidos o en cualquier otro lado, a la derecha le gustaría lo contrario: una economía permisiva con una cultura restrictiva, lo que, a la larga, también constituye una imposibilidad. Estamos como el hombre a bordo de un tren que avanza a gran velocidad y quiere detenerlo tirando del asiento de enfrente.

La sencillez dogmática del libertarismo explica por qué quienes de otro modo tendrían muy poco en común pueden suscribirlo: son fundamentalistas del small government en la derecha estadounidense, anarquistas de izquierda en Europa y América Latina, profetas de la democratización, absolutistas de las libertades civiles, cruzados de los derechos humanos, evangelistas del crecimiento neoliberal, hackers renegados, fanáticos de las armas, fabricantes de pornografía y economistas de la Escuela de Chicago en todo el mundo. El dogma que los reúne está implícito y no requiere explicación; es una mentalidad, un estado de ánimo, una conjetura: lo que antes se llamaba, sin afán peyorativo, un prejuicio.

Históricamente a los estadounidenses siempre se les ha dado mejor vivir la democracia que entenderla. La consideran un derecho de nacimiento y una aspiración universal, no una forma excepcional de gobierno que durante dos milenios fue descartada porque se consideraba ruin, inestable y potencialmente tiránica. En general no están conscientes de que, en Occidente, la democracia pasó de considerarse un régimen irredimible en la Antigüedad clásica a uno potencialmente bueno apenas en el siglo XIX, para luego convertirse en la mejor forma de gobierno después de la Segunda Guerra Mundial, y en el único régimen legítimo hace apenas veinticinco años.

La profesión estadounidense de la ciencia política adolece de la misma amnesia. Durante la Guerra Fría, los académicos, convencidos de la bondad absoluta y única de la democracia, abandonaron el estudio tradicional de las formas no democráticas de gobierno, como monarquía, aristocracia, oligarquía y tiranía, y en vez de eso se dedicaron a distinguir regímenes en una sola línea que iba de la democracia (bueno) hasta el totalitarismo (malo). El juego académico se convirtió entonces en saber dónde colocar, a lo largo de esa línea, todos los demás Estados “autoritarios”. (¿La España de Franco estaba a la derecha de la Indonesia de Suharto, o al revés?) Esta forma de pensar ha dado pie a la ingenua suposición de que, tras la caída de la Unión Soviética, los países de forma natural comenzarían a hacer “transiciones” para pasar de la dictadura y el autoritarismo a la democracia, como atraídos por un imán. Esa confianza se ha evaporado y nuestros politólogos han visto que muchas cosas desagradables pueden crecer bajo el manto de las elecciones. Pero aún quieren aferrarse a su pequeña línea y escriben artículos sobre autoritarismo electoral, autoritarismo competitivo, autoritarismo de clan, pseudodemocracias, aparentes democracias y democracias débiles. Y, para tener cubiertas todas las bases, también escriben sobre “regímenes híbridos”.

Sin duda la gran sorpresa en la política mundial desde el fin de la Guerra Fría no fue el avance de la democracia liberal sino la reaparición de formas clásicas de gobierno no democrático disfrazadas de modernas. La disolución del Imperio soviético y la “terapia de choque” que siguió produjeron nuevas oligarquías y cleptocracias que tienen a su alcance herramientas innovadoras de financiamiento y comunicación. El avance del islam político ha colocado a millones de musulmanes, que representan una cuarta parte de la población mundial, bajo un gobierno teocrático más restrictivo. Tribus, clanes y grupos sectarios se han convertido en los actores más importantes en los Estados poscoloniales de África y Medio Oriente. China ha vuelto a traer el mercantilismo despótico. Cada una de estas formaciones políticas tiene una naturaleza distintiva que debe entenderse en sus propios términos, no como una forma menor o mayor de la democracia in potencia. El mundo de las naciones sigue siendo lo que siempre ha sido: una pajarera.

Pero la ornitología es complicada y la promoción de la democracia parece mucho más sencilla. A fin de cuentas, ¿no todos los pueblos quieren estar bien gobernados y que se les consulte sobre los asuntos que les afectan? ¿Acaso no anhelan seguridad y un trato justo? ¿No quieren escapar a la humillación de la pobreza? Pues bien, la democracia liberal es la mejor forma de lograr todo eso. Ciertamente, esa es la visión de los Estados Unidos, compartida por muchas personas que viven en países no democráticos. Pero eso no significa que entiendan las implicaciones de la democratización ni que acepten el individualismo social y cultural que de manera inevitable trae consigo. Ningún pueblo se ha vuelto tan libertario como el estadounidense. Valora bienes que el individualismo destruye, como la deferencia a la tradición, el compromiso con un lugar, el respeto a los mayores, las obligaciones con la familia y el clan, la devoción por la piedad y la virtud. Si ellos y nosotros creemos que se puede tener todo a la vez, entonces, ellos y nosotros estamos muy equivocados. Estas son las rocas sobre las cuales, una y otra vez, se estrella la esperanza de una democracia.

La cierto es que, durante el lapso de nuestra vida o la de nuestros hijos y nietos, miles de millones de personas en el mundo jamás vivirán en una democracia. Eso no se debe solo a la cultura y a las costumbres establecidas. Hay que sumar divisiones étnicas, sectarismo religioso, analfabetismo, inequidad económica, fronteras nacionales absurdas, impuestas por las potencias coloniales... la lista es larga. Sin Estado de derecho y una Constitución que se respete, sin burocracias profesionales que traten a los ciudadanos imparcialmente, sin la subordinación de los militares al poder civil, sin órganos reguladores para asegurar la transparencia en las transacciones económicas, sin normas sociales que alienten el compromiso cívico y el cumplimiento de la ley: sin todo esto es imposible una democracia liberal moderna. De modo que, cuando pensamos en las no democracias de hoy, la única pregunta posible sería: ¿cuál es el Plan B?

Nada refleja más la bancarrota del pensamiento político actual que nuestra falta de voluntad para plantearnos esta pregunta, que para la izquierda huele a racismo y para la derecha apesta a derrotismo (y a las dos cosas para los halcones liberales). Pero si las únicas opciones que podemos imaginar son la democracia o le déluge, excluimos la posibilidad de mejorar los regímenes no democráticos sin intentar transformarlos por la fuerza (al estilo norteamericano), o esperando en vano (al estilo europeo) que los tratados de derechos humanos, las intervenciones humanitarias, las sanciones legales, los proyectos de las ong y los blogueros con sus iPhones representen una diferencia duradera. Estas son las características del absoluto delirio que caracteriza a nuestros dos continentes. El próximo Premio Nobel de la Paz no debería recaer en un activista de derechos humanos o en el fundador de una ong, sino en un pensador o en un líder que desarrolle un modelo de teocracia constitucional que dé a los países musulmanes una forma congruente pero limitada de reconocer la autoridad de la ley religiosa y que la haga compatible con el buen gobierno. Esto sería un auténtico logro histórico, si bien no necesariamente democrático.

Por supuesto, nunca se otorgará ese premio, y no solo porque esos pensadores y esos líderes no existen. Reconocer tal logro requeriría abandonar el dogma de que la libertad individual es el único o, incluso, el mayor bien político en todas las circunstancias históricas y aceptar que los trade-offs son inevitables. Esto significaría aceptar que, si existe un camino de la servidumbre a la democracia, largos tramos estarán pavimentados por la no democracia, tal y como ocurrió en Occidente. Empiezo a sentir cierta simpatía por aquellos oficiales norteamericanos que llevaron a cabo la ocupación de Afganistán e Iraq hace diez años y, de inmediato, empezaron a destruir los partidos políticos y los ejércitos existentes, y las instituciones tradicionales de consulta política y de autoridad. La razón más profunda para este colosal error no fue la hubris norteamericana ni su ingenuidad, aunque hubo mucho de eso. La verdad es que no tenían otra forma de pensar alternativas a esta precipitada y, al cabo, engañosa democratización. ¿Adónde tendrían que haber acudido? ¿Qué libros habrían tenido que leer? ¿En qué habrían tenido que apoyarse? Lo único que sabían era la directriz primordial: redactar nuevas constituciones, establecer parlamentos y oficinas presidenciales y, luego, convocar a elecciones. En efecto, tras todo esto llegó el diluvio.

La edad libertaria es una era ilegible. A diferencia de los antiguos maestros pensadores, ha engendrado un nuevo tipo de hubris. Nuestra arrogancia consiste en creer que ya no tenemos que pensar profundamente o poner atención o buscar conexiones, sino que lo único que tenemos que hacer es aferrarnos a nuestros “valores democráticos” y a nuestros modelos económicos y tener fe en el individuo y todo saldrá bien. Al presenciar desagradables escenas de embriaguez intelectual, nos hemos convertido en abstemios satisfechos de sí mismos, distanciados de la historia e incapacitados ante los desafíos que ya se están dando. El fin de la Guerra Fría destruyó cualquier rasgo de confianza en la ideología que pudiera quedar en Occidente. Pero también parece haber destruido nuestra voluntad de entender. Hemos abdicado. El dogma libertario de nuestro tiempo está embrollando nuestras organizaciones políticas, nuestras economías y nuestra cultura y nos ciega a todo esto porque hace que seamos menos curiosos de lo que somos por naturaleza. El mundo que estamos haciendo con nuestras propias manos está tan alejado de nuestra mente como el más remoto agujero negro en el espacio. Alguna vez sentimos nostalgia por el futuro. Hoy tenemos amnesia del presente. ~