martes, 30 de octubre de 2012

Casualidad Histórica




La desenfrenada experimentación de la explosión cámbrica (hace unos 570 millones de años atrás) produjo por lo menos un centenar de formas de vida o planes estructurales. Al cabo de unos millones de años sólo quedaba una parte y aquellos supervivientes fueron las piececillas de colores del caleidoscopio de la vida actual. Si los supervivientes se hubieran salvado de la extinción por alguna superioridad inherente, nos sentiríamos muy tranquilos sabiendo que somos los descendientes de unos respetables triunfadores. Pero no es así. No había nada superior en los supervivientes ni inferior en las víctimas de aquella primera extinción en masa. Fue, como ha dicho Gould hace poco, «la lotería más grande con que se haya jugado en este planeta»,3 y sucede que descendemos de uno de los que tuvieron la suerte de ganar. Compartimos el mundo contemporáneo con descendientes de otros afortunados ganadores. Si el bombo se pusiera a dar vueltas otra vez, podría aparecer otra escudería de ganadores, que produciría una serie de planes estructurales diferentes, los cuales serían la base de la vida actual. No hay duda de que muchos aterrizarían en el extremo, a juzgar por las raras formas de vida que desaparecieron durante aquella primera extinción. Hay que aceptar, pues, que el mundo vivo del que formamos parte no es sino uno de los incontables mundos posibles, no el único inevitable. Es más bien, y sencillamente, una contingencia de la historia.

Salta a la vista que la interacción de las especies en una comunidad es importante por su composición: los hongos sostienen las raíces de las plantas; las hojas de las plantas sostienen a los insectos; los insectos a los pájaros; y así sucesivamente. Y no es menos evidente que las especies están adaptadas a ciertas condiciones físicas locales. Pero como ya expuse en el capítulo 9, los ecólogos admiten hoy que estas influencias sólo son parte de la explicación de por qué las comunidades son como son. Así como los biólogos evolucionistas han tenido que admitir que el azar desempeña un papel significativo en el flujo de la vida, también los ecólogos han tenido que admitirlo en su propio terreno. Los miembros de una comunidad ecológica no conviven en envidiable armonía, en equilibrio natural. Buena parte de la forma y comportamiento de una comunidad está determinada por la interacción caótica y por la aparición, en el seno de la comunidad, de propiedades (como la resistencia a la invasión) de explicación difícil. La concepción antigua creía que las comunidades eran previsibles y estáticas. La actual dice que son imprevisibles (incluso misteriosas) y dinámicas. Y este estado dinámico contribuye a la diversidad biológica del mundo, que en última instancia es lo que aquí interesa. En contra del sentido común, el cambio incesante (el estado dinámico) es el origen de la estabilidad a largo plazo en las comunidades; querer bloquear el cambio a corto plazo garantiza el cambio destructivo a largo plazo.

Los humanos anhelan la previsibilidad, en relación con el mundo natural que nos rodea y, sobre todo, en relación con nuestra existencia y nuestro futuro. Pero es evidente que, en el terreno de la biología evolucionista y la ecología, nuestro mundo es imprevisible y nuestro lugar en él una casualidad de la historia; es un lugar de muchas posibilidades, sensibles a fuerzas que escapan a nuestro gobierno y, por lo menos en algunos casos, a nuestra comprensión inmediata.

Nuestro mundo es menos seguro de lo que pensábamos, pero por ello mismo también más interesante.

Seremos una casualidad de la historia, pero es indudable que el Homo sapiens es la especie más dominante sobre la Tierra actualmente. Llegamos tarde al teatro evolutivo y en un momento en que la diversidad de la vida del planeta estaba cerca de la cota más alta de su historia. Y como vimos en el capítulo 10, llegamos equipados con la capacidad de devastar esa diversidad dondequiera que fuésemos. Dotados de razón y conocimiento, avanzamos hacia el siglo XXI en un mundo que es obra nuestra, un mundo artificial en que la tecnología proporciona (por lo menos a algunos) comodidad material y el ocio permite una creatividad artística sin precedentes. Hasta la fecha, por desgracia, la razón y el conocimiento no nos han impedido explotar colectivamente los recursos de la Tierra (biológicos y físicos) en proporciones incomparables.

El Homo sapiens no es, evidentemente, la primera criatura viva que produce un impacto espectacular en la biota de la Tierra. La aparición de microorganismos fotosintetizadores, hace unos tres mil millones de años, comenzó a transformar la atmósfera, elevando relativamente sus niveles de oxígeno y llegando a cotas muy próximas a las actuales en el curso de los últimos mil millones de años. Gracias al cambio fueron posibles formas de vida muy diferentes, entre ellas los organismos pluricelulares; y muchas formas que habían prosperado en un entorno con poco oxígeno fueron desterradas a habitats marginales. Pero el cambio no lo forjó una sola especie sensible que conscientemente fuera en pos de sus objetivos materiales, sino incontables especies insensibles que, colectiva e inconscientemente, abrían nuevos senderos metabólicos. La razón y el conocimiento que aparecieron durante nuestra historia evolutiva dotó a nuestra especie de una flexibilidad de comportamiento que nos permite multiplicarnos y crecer con entera libertad prácticamente en todos los ambientes de la Tierra. La evolución de la inteligencia humana, por tanto, dilató el potencial de la expansión y el crecimiento poblacionales, de modo que, colectivamente, los seis mil millones de humanos que viven en la actualidad representan la máxima proporción de protoplasma que hay en el planeta.

Succionamos nuestro sostén y nuestro mantenimiento del resto de la naturaleza de un modo sin parangón en la historia del mundo, reduciendo sus dones mientras aumentan los nuestros. Somos, como ha dicho Edward Wilson, «una anormalidad ambiental». Las anormalidades no duran eternamente; al final desaparecen. «Es posible que estuviera previsto que otorgar inteligencia a la especie indebida fuera una combinación mortal para la biosfera», sugiere Wilson. «Puede que sea una ley de la evolución que la inteligencia tienda a extinguirse sola». Si no una «ley», tal vez sí una consecuencia habitual. Lo que nos preocupa es cómo evitar un destino de esta clase.



Fuente del Texto: Este texto corresponde en un 100% a extractos que he realizado de los últimos capítulos del libro "La sexta extinción", de Richard Leakey y Roger Lewin. Una lectura necesaria si me lo preguntan.

Fuente de imágenes: [1] y [2]