La desenfrenada
experimentación de la explosión
cámbrica (hace unos 570 millones de años atrás) produjo por lo menos un centenar de formas de vida o planes
estructurales. Al cabo de unos millones de años sólo quedaba una parte y
aquellos supervivientes fueron las piececillas de colores del caleidoscopio de
la vida actual. Si los supervivientes se hubieran salvado de la extinción por
alguna superioridad inherente, nos sentiríamos muy tranquilos sabiendo que
somos los descendientes de unos respetables triunfadores. Pero no es así. No
había nada superior en los supervivientes ni inferior en las víctimas de
aquella primera extinción en masa. Fue, como ha dicho Gould hace poco, «la lotería
más grande con que se haya jugado en este planeta»,3 y sucede que
descendemos de uno de los que tuvieron la suerte de ganar. Compartimos el mundo
contemporáneo con descendientes de otros afortunados ganadores. Si el bombo se pusiera
a dar vueltas otra vez, podría aparecer otra escudería de ganadores, que
produciría una serie de planes estructurales diferentes, los cuales serían la
base de la vida actual. No hay duda de que muchos aterrizarían en el extremo, a
juzgar por las raras formas de vida que desaparecieron durante aquella primera extinción.
Hay que aceptar, pues, que el mundo vivo del que formamos parte no es sino uno
de los incontables mundos posibles, no el único inevitable. Es más bien, y
sencillamente, una contingencia de la historia.
Salta a la vista que
la interacción de las especies en una comunidad es importante por su composición:
los hongos sostienen las raíces de las plantas; las hojas de las plantas
sostienen a los insectos; los insectos a los pájaros; y así sucesivamente. Y no
es menos evidente que las especies están adaptadas a ciertas condiciones
físicas locales. Pero como ya expuse en el capítulo 9, los ecólogos admiten hoy
que estas influencias sólo son parte de la explicación de por qué las
comunidades son como son. Así como los biólogos evolucionistas han tenido que admitir
que el azar desempeña un papel significativo en el flujo de la vida, también
los ecólogos han tenido que admitirlo en su propio terreno. Los miembros de una
comunidad ecológica no conviven en envidiable armonía, en equilibrio natural.
Buena parte de la forma y comportamiento de una comunidad está determinada por la
interacción caótica y por la aparición, en el seno de la comunidad, de
propiedades (como la resistencia a la invasión) de explicación difícil. La
concepción antigua creía que las comunidades eran previsibles y estáticas. La
actual dice que son imprevisibles (incluso misteriosas) y dinámicas. Y este
estado dinámico contribuye a la diversidad biológica del mundo, que en última
instancia es lo que aquí interesa. En contra del sentido común, el cambio
incesante (el estado dinámico) es el origen de la estabilidad a largo plazo en
las comunidades; querer bloquear el cambio a corto plazo garantiza el cambio
destructivo a largo plazo.
Los humanos anhelan
la previsibilidad, en relación con el mundo natural que nos rodea y, sobre
todo, en relación con nuestra existencia y nuestro futuro. Pero es evidente
que, en el terreno de la biología evolucionista y la ecología, nuestro mundo es
imprevisible y nuestro lugar en él una casualidad de la historia; es un lugar
de muchas posibilidades, sensibles a fuerzas que escapan a nuestro gobierno y,
por lo menos en algunos casos, a nuestra comprensión inmediata.
Nuestro mundo es
menos seguro de lo que pensábamos, pero por ello mismo también más interesante.
Seremos una
casualidad de la historia, pero es indudable que el Homo sapiens es la
especie más dominante sobre la Tierra actualmente. Llegamos tarde al teatro
evolutivo y en un momento en que la diversidad de la vida del planeta
estaba cerca de la cota más alta de su historia. Y como vimos en el capítulo
10, llegamos equipados con la capacidad de devastar esa diversidad dondequiera
que fuésemos. Dotados de razón y conocimiento, avanzamos hacia el siglo XXI
en un mundo que es obra nuestra, un mundo artificial en que la tecnología
proporciona (por lo menos a algunos) comodidad material y el ocio
permite una creatividad artística sin precedentes. Hasta la fecha, por
desgracia, la razón y el conocimiento no nos han impedido explotar
colectivamente los recursos de la Tierra (biológicos y físicos) en
proporciones incomparables.
El Homo sapiens no
es, evidentemente, la primera criatura viva que produce un impacto espectacular
en la biota de la Tierra. La aparición de microorganismos fotosintetizadores,
hace unos tres mil millones de años, comenzó a transformar la atmósfera,
elevando relativamente sus niveles de oxígeno y llegando a cotas muy próximas
a las actuales en el curso de los últimos mil millones de años. Gracias al
cambio fueron posibles formas de vida muy diferentes, entre ellas los
organismos pluricelulares; y muchas formas que habían prosperado en un
entorno con poco oxígeno fueron desterradas a habitats marginales. Pero el cambio
no lo forjó una sola especie sensible que conscientemente fuera en pos de sus
objetivos materiales, sino incontables especies insensibles que, colectiva e
inconscientemente, abrían nuevos senderos metabólicos. La razón y el
conocimiento que aparecieron durante nuestra historia evolutiva dotó a nuestra especie
de una flexibilidad de comportamiento que nos permite multiplicarnos y crecer
con entera libertad prácticamente en todos los ambientes de la Tierra. La
evolución de la inteligencia humana, por tanto, dilató el potencial de la
expansión y el crecimiento poblacionales, de modo que, colectivamente, los seis
mil millones de humanos que viven en la actualidad representan la máxima
proporción de protoplasma que hay en el planeta.
Succionamos nuestro
sostén y nuestro mantenimiento del resto de la naturaleza de un modo sin
parangón en la historia del mundo, reduciendo sus dones mientras aumentan los
nuestros. Somos, como ha dicho Edward Wilson, «una anormalidad ambiental». Las
anormalidades no duran eternamente; al final desaparecen. «Es posible que
estuviera previsto que otorgar inteligencia a la especie indebida fuera una
combinación mortal para la biosfera», sugiere Wilson. «Puede que sea una ley de
la evolución que la inteligencia tienda a extinguirse sola». Si no una «ley»,
tal vez sí una consecuencia habitual. Lo que nos preocupa es cómo evitar un destino
de esta clase.
Fuente del Texto: Este texto corresponde en un 100% a extractos que he realizado de los últimos capítulos del libro "La sexta extinción", de Richard Leakey y
Roger Lewin. Una lectura necesaria si me lo preguntan.
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