jueves, 7 de julio de 2011
Las bicicletas y el sentido de la vida
Este artículo fue publicado originalmente aquí. Lo reproduzco por su enorme valor y mensaje.
Por Rodrigo Ruiz E. Director Escuela de Antropología, Universidad ARCIS.
UNO. TERRITORIO
Andar en bicicleta es, en más de un sentido, entrar en un estado de gracia.
Alejada de todas las mitologías del Hi-Tec y la eugenesia, la vieja bicicleta de fierro se ha constituido en la mejor prolongación de nuestro cuerpo. Le regala una velocidad y una destreza que lo conducen a la experiencia de la libertad y la gracia.
Vi una vez en la ciudad de Vasteras, Suecia, una pareja de viejitos encorvados llegando a duras penas a un estacionamiento. Luego los vi a bordo de sus bicicletas pedaleando erguidos y gráciles por una ciudad de bosques y ciclovías.
Más allá de la pesadumbre y la eficacia del productivismo postfordista, la bicicleta permite pensar en una emancipación del cuerpo en el territorio.
En buena medida este estado liberto se lo debemos a la relación con la infancia que toda bicicleta guarda y que a menudo hacemos tan mal en abandonar: “bajábamos por la calle a toda velocidad -me contaba un amigo-, y antes de llegar a la esquina y para no frenar, ponía de lado la cabeza para evitar que el viento me impidiera escuchar el motor de un eventual auto aproximándose”.
Fuera el obrero o el niño de mesada ajustada, la bicicleta le regaló al pobre la distancia, le permitió una experiencia de conocimiento del territorio, la posibilidad de una cartografía autónoma que podía rebelarse contra los dibujos prescritos de la ciudad normada.
DOS. POSICIÓN
En un hermoso ensayo antropológico titulado Elogio de la bicicleta Marc Augé dice que “tanto en París como en Lyon, dejar las bicicletas a disposición de los habitantes o de los turistas casi equivale a obligarlos a verse, a encontrarse, a socializar las calles, a reconstruir lugares de vida y a soñar la ciudad”(19)
Es un acto, diríamos, de estética política. Una acción de redistribución inteligente de lo sensible. Es allí que podemos descubrir acaso la máxima dimensión utópica de la bicicleta.
Socializar lleva inscrita la posibilidad de volver a soñar. Se trata de pensar el espacio y hacerlo territorio. La bicicleta nos obliga a rastrear en varios sentidos.
Permite rastrear porque la bicicleta, al igual que el antropólogo, es un animal rastrero. Se constituye en su territorio, se debe a él. La bicicleta se vuelve así una posición de observación. No basta con hacer la etnografía de las ciudades. Hay que hacer la etnografía de la ciudad en bicicleta. Sin duda, allí arranca una perspectiva única, una experiencia del espacio y el tiempo, un modo de mirar y escuchar, un dialogar con los contextos, y sobre todo, una perspectiva sobre los demás ciudadanos. Es, si se me permite decirlo, ponerse en un lugar donde las relaciones sociales huelen.
Permitanme dos contrastes. La bicicleta es la antípoda del auto de lujo. Su signo es la proximidad, precisamente todo aquello que la sofisticación y el blindaje de la 4 x 4 no permite disponiendo al volante un sujeto encapsulado. Ello es especialmente claro en su visualidad: si el viajero del auto de lujo puede ir mirando un televisor instalado en una cabina atiborrada de relojes y pantallas, al ciclista no le queda más posibilidad que una sofisticada apropiación del viaje.
El automovilista está cada vez más enclaustrado en una cabina tipo jet de combate a prueba de ruidos, a prueba del clima, a prueba de golpes, a prueba de vendedores ambulantes, a prueba de borrachos de esquina y de toda huella vívida de trabajo humano. El ciclista, furioso o templado, obediente de la ciclovía o apresurado por la calle con astas de rastrillos y palas, viaja a la altura de lo que la tecnología del transporte oculta. Encima del metro y bajo los autos, junto a los enamorados del bandejón central de la Alameda.
“Efecto túnel” llaman los urbanistas a esa experiencia en que el individuo pierde conciencia del trayecto y sólo retiene el comienzo y el final de su viaje. Esta discontinuidad del espacio se convierte en un empobrecimiento de la vida. Aquel sentido se juega en los extremos, la ciudad misma, y el viaje, o más bien la ciudad y su cruce significativo con el viaje, se pierden. Como un planificador neoliberal, al viajero del túnel sólo le importa su cometido original, sólo le importa el punto de llegada, aquello que cree dará sentido a su esfuerzo. Se ha perdido así la posibilidad de lo inesperado, se ha perdido los milagros de la observación.
Al ciclista, en cambio, le va la vida en el trayecto. Primero porque si no se fija se mata, literalmente, pero sobre todo porque pedalear se vuelve, por la propia conciencia del recorrido, en un modo de vivir la ciudad, en una experiencia que constituye el lugar en territorio.
La del ciclista es, así, una posición etnográfica privilegiada, es un “estar allí”, que como sabemos no basta, pero siempre es necesario. Es un modo de penetrar la vida, la ciudad, la contemporaneidad. Para él no hay más resguardo que la propia habilidad. Está el cuerpo, y luego la ciudad.
TRES. POLÍTICA
Después de que asesinaran frente a nuestros ojos esas viejas micros que recorrían alegres la capital tatuadas de multiplicidad, adornadas con muñecas de plástico, ampolletas de colores y terciopelos falsos, la administración urbana dispuso los mamarrachos amarillos y luego la informatizada estupidez del Transantiago. Como si uniformar, cortar el pelo y obligar a discurrir por caminos segregados fuera a resolver algo.
Frente a ello, la bicicleta puede devolvernos algo de diversidad. No de esa que se solaza en un pluralismo ramplón y egoísta, sino del que crece en las ensoñaciones ribereñas de la justicia social. Bicicletas negras y rosadas, bicicletas proletarias, bicicletas con audífonos, bicicletas recicladas, bicicletas de jardinero, bicicletas universitarias, bicicletas ancianas, bicicletas indisciplinadas, bicicletas amables y furiosas, bicicletas ecológicas, bicicletas dibujadas con un pincel finísimo de pelo de camello, bicicleta que acaban de romper un jarrón, bicicletas recién pintadas.
Pero como todas las cosas interesantes, no hay aquí una sola posibilidad.
La bicicleta se ha convertido también en moda, en una pose estetizante que naturaliza las iniquidades de la vida contemporánea. Ir a andar en bicicleta el domingo en Príncipe de Gales tiene poco que ver con montar cotidianamente un dispositivo emancipatorio de tracción humana.
Como se sabe, hoy en este país ya no se trota. La gente de la clase aspiracional de buenos modales físicos no sale sencillamente a ejercitarse. Hoy se corre en inglés y hay que disfrazarse, ponerse ropas con marcas designadas para el efecto que emulan la tecnología del alto rendimiento deportivo. Son “runners” y van a las “corridas” que organizan en el espacio público las marcas de zapatillas, siempre encabezadas por figuras de la TV o algún ministro del área económica, da lo mismo. Las marchas contra Hidroaysén y por la educación pública, han sido los únicos eventos capaces de disputar las calles a esos eventos del nuevo deporte urbano.
Trotar -en muchos casos, aunque afortunadamente no en todos-, tiene más relación con sostener la representación del cuerpo productivo que con el goce gratuito del deporte amateur.
Lo mismo pasa con el ciclismo de la ciudad. La vieja bicicleta plebeya pedalea a contrapelo amenazada por dos flancos. Sufre la embestida mercantil de la bicicleta tecnológica de la pose de la modelación del cuerpo, y sufre la manipulación institucional en la que desembocan a veces los movimientos sociales: dos ministras pedalean una mañana por Santiago para descubrir que las ciclovías de la capital son un espanto de culebras sin control. “¡Atroz!”, exclamaron.
Pero el territorio de la bicicleta es el de la magia. Si el capital dispone la autopista, el crédito automotriz, la combustión, en definitiva la fuerza, la bicicleta permite una especie de defección, un éxodo que permite al ciclista sin embargo, permanecer en el territorio. En ese sentido, es una vivencia oblicua, como diría Lezama Lima.
Las bicicletas reescriben la ciudad con una levedad contrahegemónica que al modificar los sentidos de las calles modifica los sentidos de la vida. Iguala sexos, edades, clases. Por diferentes que sean sus monturas, nunca habrá entre dos ciclistas la diferencia que hay entre el propietario de un Lada y el de un Mercedes.
Sin embargo, todo no es más que posibilidad. Se requiere que la bicicleta agreda el consenso en la ciudad, que disponga con su caligrafía desordenada y múltiple un territorio en disputa. La bicicleta puede bloquear la expansión de las relaciones proveedor/cliente, puede circular a contrapelo de las relaciones mercantiles con su propia gratuidad.
Hay que cuidarse, por lo mismo, de cierto optimismo del pedalear contemporáneo. Parafraseando a Rancière en lo referente al arte, saber si la bicicleta será un verdadero constructor de “espacios políticos” o sólo los va a sustituir de forma paródica es algo que está por verse.
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