Enciendo un cigarrillo y siento que es parte de eso cotidiano que tienen mis tardes, cuando escribo. Es un poco irónico, porque estaba pensando en el azar, las casualidades que construyen nuestra vida, la bella sinfonía de la vida como dice Kundera.
Por ejemplo, fue una casualidad que un día, hace 7 años, empezara a usar este cuaderno feo y destartalado (el escrito original de puño y letra) para desahogarme, especialmente porque tengo uno que es especial para eso. Ese cuaderno “especial” tiene 9 años y lo terminé de llenar hace unas semanas, por fin. Entre medio llené otra libreta con poemas e ideas. Ese cuaderno y esa libreta me los regaló una gran amiga que ya no lo es tanto, pero en aquel entonces me llenaba una gran parte del corazón. Y fue casualidad que nuestra amistad haya crecido tanto, porque esto ocurrió justo después de que mi viaje por un año a USA fuera suspendido por la ineptitud de los rotarios chilenos.
El primer cuaderno inauguró ese cariño y un espacio para escribir, cuando recién comenzaba a hacerlo. También me regaló la libreta cuando recién comencé a descubrir mi gusto por escribir poesía.
Después compré una libreta más pequeña para anotar “cosas”. Cualquier cosa venía a mi cabeza y necesitaba algo más portable. El día que inauguré esa libreta casi me encuentro (por azar) con la que 8 meses después se convertiría en mi primera polola. Ese día me di cuenta que algo me pasaba con ella porque maldije mi mala fortuna al no poder coincidir con ella ese día. Coincidimos 8 meses después y por más de 5 años.
También fue suerte que esa primera cita resultara. Si en ese cumpleaños en que nos reencontramos me hubiese tomado un solo trago adicional, me habría tenido que ir a mi casa ebrio y habría perdido la oportunidad de invitarla a salir.
Es verdad lo que decía el protagonista de “Las Muñecas Rusas” (Piso Compartido 2): hay instantes, breves segundos en la vida, donde una casualidad se graba a fuego en la memoria. Kundera dice que esta (la casualidad) es la única que puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Aquello que ocurre todos los días, como sentarse a escribir y prender un cigarrillo, es mudo, no dice nada, se pierde en el mar de lo cotidiano.
Kundera añade: “Si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento, como los pájaros hacia los hombros de San Francisco de Asís”. Aquel “Si” tan condicional no está subyugando al amor, sólo plantea que “si” existe alguna razón por la que el amor es imborrable se debe a que está construido por casualidades. Estas nos hablan como las aves en un mar cotidiano, avisándonos que más adelante hay tierra, hay un amor esperando.
Pero, a pesar de ver esas aves en el cielo, ¿debemos estar felices de la proximidad de un nuevo amor? Otra vez Kundera es una fuente de inspiración, porque pone en palabras aquello que siento y que no he podido expresar antes. Dice: “El hombre nunca puede saber saber QUÉ DEBE QUERER, porque vive sólo una vida, porque no tiene forma de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores”. Aunque creo en esto a medias, tiene mucha razón cuando dice: “No existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación”.
Es cierto que hay ciclos, que muchas circunstancias se repiten en la vida, como navegar varias veces por los mismos mares, volviendo a la metáfora anterior. Pero acaso navegar varias veces por los mismos lugares ¿nos da alguna seguridad de que el próximo puerto será el definitivo? Estos ciclos no aseguran que el viaje sea siempre placentero, como ningún viaje es igual al anterior. Entonces, ¿debo estar feliz al ver esas aves?
Puede que parezca que hablo sólo del amor, pero la pregunta se amplía en mi cabeza para un montón de circunstancias. Es decir, la mayoría del tiempo vamos navegando, queremos llegar a algún lugar. Tal vez el ir a la deriva, inseguro de si sobreviviremos a un viaje, infunda en nosotros la necesidad, el querer ver esas casualidades que anuncian algo, la novedad, el descubrimiento, quizás, de eso que anhelamos, aunque no sepamos de antemano qué sea eso. Me digo: “El día que lo vea sabré que eso era lo que buscaba”.
¿Puede alguien, con certeza, fijar un rumbo determinado? ¿Puede alguien sentirse infeliz si las condiciones del viaje te obligan a arribar a otro lado? Siempre es posible embarcarse nuevamente, pero y si la tierra prometida no existe, si ese puerto es el mejor de todos. No hay como saberlo, no existe un punto de comparación porque todo lo que vivimos es nuevo, no hay ensayos. Alguien de espíritu aventurero puede tachar de conformismo si me quedo donde estoy. Otro puede llamar a eso “un riesgo innecesario”, pero acaso ¿alguien sabe con certeza su propio destino? ¿Cómo juzgar al resto entonces?